«No perteneces a acá». Estas palabras aplastaron el corazón de una niña de ocho años, y el dolor permaneció en ella. Su familia había emigrado de una nación destruida por la guerra a un nuevo país, y su tarjeta de migraciones estaba sellada con la palabra extranjero. Ella sentía que no pertenecía a ese lugar.
De adulta, aunque puso su fe en Jesús, seguía sintiéndose ajena; una forastera rechazada. Mientras leía su Biblia, descubrió las promesas de Efesios 2. En el versículo 19, vio la antigua y perturbadora palabra extranjero: «ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios». El sacrificio de Cristo había cambiado la condición en que se encontraba anteriormente: «En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (v. 12). Al darse cuenta de que era conciudadana de la familia de Dios y ciudadana del cielo, se llenó de gozo. Ya no sería más ajena ni extranjera. Dios la había tomado y aceptado.
Por nuestro pecado, estamos marginados de Dios, pero no tenemos que seguir así. Jesús trajo paz a todos los que estaban «lejos» (v. 17) e hizo conciudadanos de su reino eterno a todos los que confían en Él.
De: Dave Branon