La ansiedad me impedía concentrarme en un proyecto de trabajo; tenía miedo de que mis planes no tuvieran éxito. Mi ansiedad provenía del orgullo. Creía que mi cronograma y procedimientos eran mejores, por eso quería que avanzaran sin obstáculos. Sin embargo, se me cruzó una pregunta: ¿Son tus planes los planes de Dios?
El problema no era mi planificación; Dios nos llama a administrar sabiamente nuestro tiempo, oportunidades y recursos. El problema era mi arrogancia: mi comprensión de los acontecimientos y cómo quería que resultaran; no los propósitos de Dios ni cómo quería Él que salieran.
Santiago nos alienta a decir: «Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello» (4:15). No tenemos que planear pensando que sabemos todo y que controlamos nuestra vida, sino sometiéndonos a la soberanía y sabiduría de Dios. Después de todo, «no [sabemos] lo que será mañana». Somos débiles e incapaces, como «neblina que se aparece […] y luego se desvanece» (v. 14).
Solo Dios tiene poder y autoridad sobre toda nuestra vida; no nosotros. Mediante las Escrituras y las personas, recursos y circunstancias que Él permite cada día, nos guía a someternos a su voluntad y caminos. Nuestros planes no deben surgir de seguirnos a nosotros, sino a Él.