Después de otro problema de salud inesperado, fui con mi esposo y otras personas a un retiro en las montañas. Subí con dificultad la escalera hacia una pequeña iglesia en la cima de una colina. Sola en la oscuridad, me detuve a descansar sobre un escalón. «Ayúdame, Señor», susurré mientras comenzaba la música. Lentamente, llegué al pequeño salón. Respiré profundo aun dolorida, ¡agradecida de que Dios nos oye en el desierto!

Algunos de los momentos más íntimos de adoración a Dios registrados en las Escrituras ocurrieron en el desierto. Escondido en el desierto de Judá y quizá huyendo de su hijo Absalón, David cantó: «Dios, Dios mío eres tú; […] mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela» (Salmo 63:1). Tras haber experimentado el poder y la gloria de Dios, consideraba esa misericordia «mejor […] que la vida» (v. 3); y por eso, se dedicó siempre a adorar… aun en el desierto (vv. 2-6). Dijo: «Porque has sido mi socorro, y así en la sombra de tus alas me regocijaré. Está mi alma apegada a ti; tu diestra me ha sostenido» (vv. 7-8).

Como David, independientemente de las circunstancias o la ferocidad de los que se nos oponen, podemos demostrar confianza en Dios alabándolo (v. 11). Aunque suframos, podemos confiar en que su misericordia es siempre mejor que la vida.

De: Xochitl Dixon