Me encantó pasar el fin de semana en Nueva Orleans: un desfile en el Barrio Francés, una visita al Museo de la Segunda Guerra Mundial y probar ostras a la parrilla. Pero, mientras me dormía en la habitación de huéspedes de mi amigo, extrañé a mi esposa e hijos. Disfruto predicar en otras ciudades, pero más disfruto estar en casa.

Muchos de los sucesos más importantes de la vida de Jesús tuvieron lugar en el camino. El Hijo de Dios entró en nuestro mundo en Belén, una distancia incalculable de su hogar celestial y lejos de Nazaret, el pueblo natal de su familia. Belén estaba atiborrada de gente por el censo, así que Lucas dice que no había disponible ni siquiera un katáluma, un «cuarto de huéspedes» (Lucas 2:7).

Lo que faltó en su nacimiento sí se manifestó en su muerte. Entrando en Jerusalén, dijo a Pedro y a Juan que preparan para celebrar la Pascua. Debían seguir a un hombre que llevaba un cántaro a su casa y pedirle al dueño el katáluma: el cuarto de huéspedes donde Cristo y sus discípulos comerían la última cena (22:10-12). Allí, en un lugar prestado, Jesús instituyó lo que ahora llamamos Cena el Señor, que simbolizó su inminente crucifixión (vv. 17-20).

Amamos nuestra casa, pero si viajamos con el Espíritu de Jesús, aun un cuarto de huéspedes puede ser un lugar de comunión con Él.

De:  Mike Wittmer