Hace unos años, cuando fui a visitar con mi padre su amado Ecuador, fuimos a la granja donde se crio. Noté un grupo de árboles extraños. Mi papá contó que, cuando era chico y travieso, tomaba una rama desechada de un árbol frutal, hacía hendiduras en otro tipo de árbol y ataba la rama al tronco, como hacían los grandes. Sus travesuras pasaron inadvertidas hasta que esos árboles comenzaron a dar un fruto diferente al esperado.
Mientras él me describía el proceso de injertar, capté lo que significa para nosotros ser injertados en la familia de Dios. Sé que mi fallecido padre está en el cielo porque fue injertado en la familia de Dios por la fe en Jesús.
Nosotros también podemos tener la seguridad de estar finalmente en el cielo. Pablo les explicó a los creyentes en Roma que Dios abrió el camino para que los gentiles, que no eran judíos, se reconciliaran con él: «tú, siendo olivo silvestre, has sido injertado en lugar de ellas, y has sido hecho participante de la raíz y de la rica savia del olivo» (Romanos 11:17). Cuando ponemos nuestra fe en Jesús, somos injertados en Él y nos volvemos parte de la familia de Dios: «el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto» (Juan 15:5).
Como árboles injertados, somos hechos una nueva creación y podemos dar mucho fruto.
De: Nancy Gavilanes