Estábamos sentados a la mesa, cuando mi nieto de nueve años dijo sonriendo: «Soy igual a la abuela. ¡Me encanta leer!». Me alegró el corazón. Pensé en el año anterior, cuando él había estado enfermo y sin poder ir a la escuela. Después de que dormía una larga siesta, nos sentábamos uno al lado del otro a leer. Yo estaba feliz de transmitirle el legado del amor a los libros que yo había recibido de mi madre.
Pero ese no es el legado más importante que quiero transmitirles a mis nietos. Oro para que el legado de fe que recibí de mis padres y que procuro transmitir a mis hijos ayude también a mis nietos en su sendero hacia la fe.
Timoteo tenía el legado de una madre y una abuela piadosas; y de un mentor espiritual, el apóstol Pablo. Pablo escribió: «trayendo a la memoria la fe no fingida que hay en ti, la cual habitó primero en tu abuela Loida, y en tu madre Eunice, y estoy seguro que en ti también» (2 Timoteo 1:5).
Tal vez pensemos que nuestras vidas no han sido suficientemente positivas como para ser un buen ejemplo para otros. Quizá el legado que recibimos no fue bueno. Pero nunca es tarde para crear un legado de fe en nuestros hijos, nietos y otros niños. Con la ayuda de Dios, plantamos semillas de fe, y Él es quien hace que esta crezca (1 Corintios 3:6-9).