Cuando mi hermana encontró un libro de cuentos de nuestra infancia, mi mamá, que ahora tiene más de 70 años, estaba gozosa. Recordó todos los detalles divertidos de un oso que robaba miel y lo perseguía un enjambre de abejas enojadas. También la risa de mi hermana y mía cuando anticipábamos la huida del oso. «Gracias por contarnos cuentos cuando éramos niñas», le dije a mi mamá. Ella conoce toda mi historia, incluso cómo era de niña. Ahora, que soy adulta, sigue conociéndome y entendiéndome.
Dios también nos conoce; más profundamente que cualquier otra persona, incluidos nosotros mismos. David dice que Él nos escudriña (Salmo 139:1). En su amor, nos examina y nos entiende a la perfección. Conoce nuestros pensamientos, entiende nuestras motivaciones y el significado de lo que decimos (vv. 2, 4). Está íntimamente familiarizado con cada detalle que nos hace lo que somos, y usa este conocimiento para ayudarnos (vv. 2-5). Y este conocimiento no hace que se aleje disgustado, sino que nos extienda su amor y sabiduría.
Cuando nos sintamos solos, ignorados u olvidados, podemos estar seguros de que Dios está siempre con nosotros, que nos ve y nos conoce (vv. 7-10). Como David, podemos decir con confianza: «tú me has […] conocido. […] me guiará tu mano, y me asirá tu diestra» (vv. 1, 10).