«A veces me siento tan… invisible». La palabra flotó en el aire mientras Joanna hablaba con su amiga. Su esposo los había dejado a ella y a sus hijos pequeños por otra mujer. «Le di mis mejores años —confesó—, y ahora no sé si alguien me vería realmente y se ocuparía de conocerme».

«Lo siento tanto —respondió su amiga—. Mi papá se fue cuando yo tenía seis años, y fue difícil para nosotros; especialmente para mamá. Pero nunca olvidaré lo que ella decía cuando me arropaba por la noche: “Dios nunca cierra sus ojos”. Cuando crecí, me explicó que trataba de enseñarme que Dios me amaba y me cuidaba siempre, aun cuando yo dormía».

La Biblia registra lo que Dios dijo a Moisés que le compartiera a su pueblo en un momento difícil mientras peregrinaban por el desierto de Sinaí: «El Señor te bendiga, y te guarde; el Señor haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia; el Señor alce sobre ti su rostro, y ponga en ti paz» (Números 6:24-26). Los sacerdotes debían expresar esta bendición al pueblo.

Aun en los desiertos de la vida —esos lugares donde nos preguntamos si alguien nos ve o nos entiende—, Dios es fiel. Su favor se enfoca siempre en los que le aman, aunque el dolor no nos permita verlo. Nadie es invisible para Dios.

De: James Banks