Luego de ver esculturas cerámicas de nivel mundial en un museo de arte, me invitaron a crear mi propia «olla de pellizco» de arcilla. Pasé dos horas moldeando un pequeño cuenco, tallando estampados y pintando. El resultado de mi arduo trabajo fue decepcionante: una vasija pequeña y deformada con color desparejo. Nunca iba a terminar en un museo.
Vivir con estándares altos puede ser desalentador. Los sacerdotes israelitas experimentaron esto cuando trataron de seguir los mandatos de Dios para estar ceremonialmente limpios (Levítico 22:1-8) y las instrucciones para los sacrificios (vv. 10-33). Su trabajo debía ser santo —apartado—, pero a pesar de sus mejores esfuerzos, solían no lograrlo. Por eso, Dios finalmente puso la responsabilidad de la justicia sobre sus propios hombros: «yo el Señor soy el que [a los sacerdotes] santifico», le repitió a Moisés (22:9, 16, 32).
Jesús es nuestro Sumo Sacerdote perfecto, y solo Él proveyó el sacrificio puro y aceptable por el pecado mediante su muerte en la cruz. Oró: «yo me santifico a mí mismo, para que también [mis discípulos] sean santificados en la verdad» (Juan 17:19). Cuando nuestros esfuerzos por vivir rectamente parecen simples ollas de pellizco amateur, podemos descansar en la obra perfecta de Jesús y el poder del Espíritu Santo.
De: Karen Pimpo