Una leyenda cuenta de una mujer que todos los días llevaba agua de un río a su casa en dos baldes que colgaban de ambos extremos de un palo: uno, nuevo y sólido, y el otro, mucho más viejo y agrietado. Cuando llegó a casa, el nuevo seguía lleno, pero el viejo estaba casi vacío. Este se sintió mal y se disculpó. La mujer giró y señaló el camino recorrido, y preguntó al balde viejo: «¿Ves todas esas flores junto al camino? Todos los días las regaste, y mi camino de ida y vuelta al río está siempre lleno de belleza».
Vivimos en un mundo que adora y recompensa la juventud: lo joven y sólido, sin arrugas y eficiente. Pero la Biblia nos habla claramente de una belleza recta que surge de lo más viejo y débil: «El justo florecerá como la palmera; crecerá como cedro en el Líbano» (Salmo 92:12).
Está claro que viejo no siempre es sinónimo de sabio, pero los viejos benefician nuestra vida de formas que los jóvenes no pueden, porque han vivido un poco más, experimentado un poco más y permanecido arraigados un poco más, floreciendo en la fe y confiando en Dios. Tales personas «aun en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y verdes» (v. 14).
Los adultos mayores que son parte de nuestra vida siguen dando fruto hermoso. Dediquemos tiempo para ver eso y cuidarlos.
De: John Blase