Cuando el huracán Laura azotaba el Golfo de México en dirección a la costa estadounidense de Louisiana, las advertencias eran alarmantes. Un alguacil, ante vientos de 240 kilómetros por hora, emitió este mensaje impactante: «Por favor, evacúen. Pero si deciden quedarse y no podemos llegar adonde están, escriban su nombre, dirección, número de seguridad social y familiar cercano, y colóquenlo en una bolsita plástica en su bolsillo. Oramos para que no se llegue a esto». Los equipos de rescate sabían que, cuando Laura tocara tierra, lo único que podrían hacer sería ver el paso destructor de la tormenta.
Cuando el pueblo de Dios en el Antiguo Testamento enfrentó catástrofes naturales o espirituales, con palabras mucho más esperanzadoras, Él prometió estar presente a pesar de la destrucción. El profeta Isaías lo registra diciendo: «él consolará todas sus ruinas. Convertirá su desierto en Edén y su región árida en huerto del Señor» (Isaías 51:3 RVA-2015). Dios siempre le aseguró rescatarlo y sanarlo si tan solo confiaba en Él: «los cielos serán deshechos […]; pero mi salvación será para siempre» (v. 6). Independientemente del daño, su bondad suprema no sería obstruida… nunca.
Dios no nos resguarda de las dificultades, pero sí promete que su obra restauradora va más allá de las ruinas.
De: Winn Collier