El apóstol Pablo comprendía la tremenda responsabilidad que le había sido encomendada en cuanto al evangelio de Jesucristo. Consideraba este llamado una mayordomía de la que un día daría cuenta al Señor, y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, incluso sufrir, por amor a Cristo. Como creyentes, tenemos este mismo privilegio de compartir el evangelio con las personas que Dios pone en nuestra vida.
Pablo se sentía obligado a hablar a otros de Cristo. De hecho, dijo: “Ay de mí si no anunciare el evangelio” (1 Co 9.16). No importaba cómo lo trataran, no se avergonzaba del mensaje de Cristo. El profeta Jeremías tuvo una experiencia similar (Jer 20.7-9). Se convirtió en objeto de burla y fue perseguido por transmitir el mensaje de Dios sobre el juicio venidero. Sin embargo, descubrió que el no hablar creaba un sentimiento mucho peor en su corazón, como un fuego metido en sus huesos.
Estamos rodeados de personas que están hambrientas de algo, y ni siquiera saben de qué. Tenemos la respuesta y la responsabilidad de compartirla. Nunca se avergüence de la mejor noticia dada a la humanidad. Es lo único que puede cambiar el destino eterno de alguien.
BIBLIA EN UN AÑO: HEBREOS 7-9